María José de la Macorra
Quizá sea sólo después de entender la fascinación de María José de la Macorra por el milagroso proceso que constituye la reproducción y la multiplicación de las formas vivientes que uno percibe la importancia que le otorga al elemento líquido y más precisamente al agua…
La evidencia de lo (in)visible.
por Esteban García Brosseau (noviembre, 2021)
Quizá la característica más inmediata de la obra de María José de la Macorra es que hace alusión a las variadas formas de la naturaleza. Se podría decir que se trata, hasta cierto punto, de un registro sui generis de las formas de la biosfera, reproducidas a través del oficio del ceramista, aunque sin limitarse a esta última disciplina. Por ende, hay algo en ella de la actividad del naturalista (algunas obras retoman, por ejemplo, en forma textil, herbarios y láminas como los de Linneo o de María Sybilla Merian). Puede ser que en esta actividad artística se reconozca una reivindicación destinada a resaltar el valor de la naturaleza intocada con respecto al afán (¿masculino y patriarcal?) de explotarla, en concordancia con lo que ya había señalado Karen Cordero Reiman. En efecto, que sea o no a partir de una posición propiamente “feminista”, algunas de las piezas de María José de la Macorra tienen el propósito muy claro de denunciar la destrucción del entorno natural: así, por ejemplo, la serie destinada a dar testimonio de la desaparición de las orquídeas en la reserva ecológica del Pedregal, o bien aquella intervención arquitectónica en las orillas del Atoyac, donde erigió un mirador de tecali sobre una pirámide truncada de piedra volcánica con el propósito de dar a contemplar, ya no tanto la belleza del río, como hubiera debido ser, sino la triste realidad de su destrucción y su transformación en una corriente hedionda, con lo cual reta así al espectador a tolerar la congoja que la acción destructiva del hombre ha causado aquí como en tantas otras partes.
Sin embargo, concebir la obra de María José de la Macorra como una suerte de activismo social sería, no sólo reductor, sino francamente erróneo. Su propósito, en efecto, parece situarse más cerca de lo que, en general, entenderíamos por estética, puesto que en ningún momento claudica frente a la idea de belleza. ¿Qué belleza? Aquella, precisamente, que produce la naturaleza y que tenemos a nuestro alcance de forma cotidiana, pero que, al parecer, somos incapaces de advertir habitualmente. Así, María José de la Macorra se transforma en una suerte de mediadora que guía al espectador para llevarlo, casi de la mano, a reconocer la perfección intrínseca de la lluvia, de las hojas, de las ramas, de las semillas o de las ondas que se forman sobre la superficie del agua. Esto lo logra, no imitando las formas naturales como lo haría un pintor de paisajes, sino descontextualizándolas gracias a la gran pericia que le ha dado su oficio. Así, el agua y la lluvia son reinterpretadas por la artista por medio de perlas que son ellas mismas ilusorias puesto que se trata de grandes cuentas de cerámica; las proporciones gigantescas de una bellota nos impiden menospreciarla y nos obligan a reconocer el milagro del nacimiento de un encino; raíces arborescentes nos revelan el prodigio de su crecimiento fractal al contrastar con la blanca regularidad de las paredes de una galería cuyo espacio resultará siempre insuficiente para contener el impulso (¿amenazador?) que anima la expansión imparable de la naturaleza.
Pero, como si descendiéramos cada vez más profundamente,- o bien subiéramos cada vez más alto-, en las diversas gradaciones del ver, nos damos cuenta que esta bellota que nos pone frente a las nociones aristotélicas de energeia y entelequia, que estas gotas en hilada que hacen de la lluvia algo tan preciado como una joya, que estos círculos concéntricos de perlas artificiales que nos remiten a las ondas con sus crestas y sus valles, funcionan, en conjunto, como el testigo de las fuerzas invisibles que conforman la naturaleza, a la manera de una cartografía de lo invisible. Advertimos entonces que aquello que la obra de María José de la Macorra nos convida a contemplar no tiene tanto que ver con lo que entendemos normalmente por la palabra naturaleza (una suerte de paisaje extendido), sino con la noción mucho más profunda que encierra la palabra physis. Cualquiera recordará que este vocablo griego proviene del verbo phuein, cuyo significado es “nacer”, “crecer”, conceptos que ponen en evidencia la facultad de la naturaleza de dar continuo nacimiento a la totalidad de los fenómenos en tanto natura naturans. Así, pareciera que la escultura de María José de la Macorra tuviera la capacidad de alzarnos al mismo nivel de reflexión que demanda la filosofía de la naturaleza, en el sentido que le daba a esta expresión el romanticismo alemán, una tradición que, muy probablemente, el propio Klee tenía todavía en mente cuando escribió su tan citada frase: “el arte no reproduce lo visible, hace visible”.
El ámbito de lo vivo es un misterio, y al indagar en ello a través de su expresión artística, María José de la Macorra parece haberse reencontrado con lo que, quizá, hubiera podido ser la primera de sus vocaciones: la biología. A uno se le antoja imaginar que, de haberse dedicado a esta disciplina, se hubiera consagrado a la morfogénesis, rama de esta ciencia cuyo propósito es entender el proceso por el que se generan las formas orgánicas. Grandes vainas cuyas connotaciones sensuales sería difícil eludir y capullos gigantes en que se podría acurrucar un ser humano como en profundos úteros atestiguan de su interés por el asombroso proceso del nacimiento y del crecimiento, en particular el de nuestro propio cuerpo, cuya belleza María José de la Macorra nos convida igualmente a contemplar. Para ello, sin embargo, no se detiene en su aspecto exterior, como lo haría un escultor clásico, sino en los elementos que lo conforman interiormente, como los huesos que le dan estructura. Hay también piezas cuyo aspecto recuerda las glándulas, las cuales nos remiten a funciones aun más recónditas de nuestro organismo. Todo ello nos permitiría, quizá, hablar de la dimensión erótica de esta obra si bien, aquí de nuevo, habría que extender el sentido del eros a aquel impulso universal que lleva a la physis a crear la vida a partir de sí misma.
Quizá sea sólo después de entender la fascinación de María José de la Macorra por el milagroso proceso que constituye la reproducción y la multiplicación de las formas vivientes que uno percibe la importancia que le otorga al elemento líquido y más precisamente al agua, como bien lo demuestran, no sólo piezas como Aguacero o Esferas dentro de esferas, sino también sus interpretaciones de la ola de Kanagawa de Hokusai. Si bien esta gran cresta nos podría remitir a la idea de flujo y reflujo que parece regir muchos de los procesos biológicos como la sístole y diástole del corazón o nuestra propia respiración, es sobre todo el aspecto fractal de la espuma que pone en evidencia. El hecho de que los magníficos motivos que se producen en ella estén destinados a desaparecer casi al momento mismo en que se forman, una y otra vez, pareciera hacer alusión a aquellas doctrinas orientales que, al poner el acento sobre el carácter pasajero de todo fenómeno, incluida nuestra vida propia, tienen el paradójico efecto de revelarnos simultáneamente la inefable belleza de lo existente. Si bien la artista admite, al menos para algunas de sus obras, la influencia que ha tenido en ella el poeta chino Wang Wei, de la dinastía Tang, no sería exagerar que lo suyo es también una suerte de poesía contemplativa que, más inmediatamente que la ciencia y la filosofía, es capaz de abrirnos los ojos frente al milagro de la vida. Si es que en verdad la obra de arte tiene que obedecer a un propósito social, en lo que concierne a María José de la Macorra, es, sin duda, en esta toma de consciencia radical que parece encontrarse su verdadera eficacia.