Jesús Lugo

Artista que navega a contracorriente, que rehúye del lenguaje puro y las categorizaciones. Con la dedicación de un coleccionista y la habilidad de un manipulador de imágenes, explora el absurdo, lo irónico y lo popular, sin aligerar su mensaje y la crítica hacia el consumo, hacia la falsa división entre la alta y baja cultura.

 
 

Plenitudes y vacíos en la obra de Jesús Lugo

por Esteban García Brosseau (junio, 2021)

 

Hay, sin duda, algo obsesivo en la pintura de Jesús Lugo. Si no fuera así, ¿cómo explicar la multitud casi infinita (dentro de los límites que impone el lienzo) de personajes tan diversos, con expresiones y en actitudes distintas, que animan la mayor parte de sus telas? Frente a ellas, uno se pregunta el porqué de estas muchedumbres, que, vistas de lejos, podrían conformar, por su composición y colorido, los motivos de una obra abstracta. Estamos, no obstante, frente a una pintura figurativa, y ello nos lleva naturalmente a detenernos en cada uno de los individuos que vemos retratados de forma colectiva, como sucede con los cuadros del Bosco, de Brueghel y más aún, quizás, de los descendientes de este último, Jan Brueghel el Viejo y el Joven, con lo cual se hace evidente, desde un primer momento, la afinidad de Lugo por la pintura flamenca.

Los personajes así retratados por Lugo a veces corresponden a la gente común: el señor aquel, la señora tal, la joven de la esquina con su sudadera amarilla; pero, al lado de estos, aparecen igualmente una prostituta en ligueros, parejas haciendo el amor a vista de todos, mujeres desnudas en posiciones más o menos obscenas quienes, a veces, reinan al centro de la composición como diosas tántricas... Aquellos retratos colectivos, quisieran, de pronto, mutar en orgía, si bien la soledad en que se encuentran confinados los individuos en ellos representados, lo impide por completo.

En efecto, todas aquellas figuras, que Lugo retrata con la precisión que le da su predilección por el dibujo, no establecen relaciones, o muy pocas, entre sí mismas, sino que parecen encerradas en su propia singularidad: las multitudes que vemos frente a nosotros no son las que se sienten conectadas por una causa común (una fiesta, una celebración, una manifestación) sino las que constituyen la red de soledades tejidas por las civilizaciones; no sólo la nuestra, sino también las pasadas, las europeas, como las prehispánicas, las asiáticas y las africanas, como de ello atestiguan las temáticas de esta obra en la que se suceden frente al espectador, el Asia budista (vemos al Buda tentado, como lo fue San Antonio, por el demonio Mara y sus huestes de doncellas), las ninfeas (y ninfas) del jardín de Monet en Giverny, una gran plaza mexica o teotihuacana que recuerda un tanto al México prehispánico de los muralistas (aunque con una reina europea que domina la escena con un par de cortesanas pornográficamente sometidas a sus pies y un hidalgo virreinal que deambula en medio de la escena como en La Plaza Mayor de México, de Villalpando), ciudades modernas como el México que pintaba O’Gorman pero en las que aparece siempre tal y cual anacronismo, como para indicar que todas las épocas se equivalen. En general, de una obra a otra, aparecen, de pronto, en medio de una muchedumbre moderna, una campesina medieval, una dama del siglo XVI, Francisco I ero, un Papa renacentista, un burgués de los siglos XVII o XVIII, los cuales, por lo demás, nos recuerdan que la obra de Lugo es sobre todo un diálogo con la historia del arte, en la que predominan sus propias preferencias.

Pero, precisamente porque nos pone así frente a la humanidad entera, esta obra que podría parecer estar completamente entregada a la idea del arte por el arte, recordando a veces, por sus múltiples referencias artísticas, las kunstkammern representadas por Jan Brueghel el Joven, Teniers el Joven, y otros pintores flamencos, de pronto, sin fanfarrias ni burdas evidencias, se convierte en una reflexión social, así fuera de manera involuntaria. La pintura de Lugo, a la vez que constituye una vasta reflexión sobre el significado del arte por sí mismo, en tanto continuum histórico del que se nutre cada artista, contiene, a la vez, un planteamiento filosófico sobre el significado de la existencia: al ver estas multitudes de seres solitarios que atraviesan las épocas llenando la tela como la humanidad llena el mundo y la historia, uno, sin embargo, se ve confrontado a la idea de la ausencia.

Pero ¿ausencia de qué?, uno se podría preguntar. Si estuviésemos frente al panel central del Jardín de las delicias del Bosco, sería fácil evocar la ausencia de Dios. Tanto en el Bosco como en Lugo, la humanidad, que debería de estar gozando de la plenitud a la que ha sido convidada, parece, al contrario, estar errando, suspendida en la nada de la realidad, que sólo parece funcionar a la manera de un fondo. Pero, al no saber cuál es el sentido que un pintor contemporáneo le pueda dar a Dios, o simplemente a lo sagrado, en esta era del vacío, uno se puede preguntar ¿hacia qué ausencia apunta en su obra Jesús Lugo al llenar sus lienzos de seres humanos de toda índole, pero sin hacerlos realmente interactuar entre sí mismos? ¿Es acaso aquel estado de orfandad que Octavio Paz atribuía al mexicano en El laberinto de la soledad? La pintura de Lugo no es una pintura nacionalista, -él mismo lo afirma-, y tiende hacia lo universal; no obstante, lo mismo se podría decir de Paz, cuando escribe: “Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura consciencia de que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación.”1 Es asi como la obra de Lugo, al mismo tiempo que nos hace participar del mero goce estético que procura el arte de todas las épocas, -incluído el suyo propio, por supuesto-, parece igualmente llamarnos a presenciar el doloroso y muchas veces absurdo misterio de la existencia que, a lo largo de los siglos, como colectividades e individuos, ha constituido la esencia misma de la humanidad.

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1 Octavio Paz, El Laberinto de la Soledad [1950] (México: Fondo de Cultura Económica, 1963), 17