Daniel Lezama
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Daniel Lezama: La Familia Pródiga
por Valerie Campos Maldonado (Junio, 2022)
Inmóvil en la luz, pero danzante, tu movimiento a la quietud se cría en la cima del vértigo se alía detenido, no al vuelo, sí al instante.
— Octavio Paz
Son muchas las perspectivas desde las que se puede mirar la obra de Daniel Lezama, quien durante más de dos décadas ha desconcertado al espectador con su habilidad para dar forma a lo intangible y paradójico. Pero ciertamente, la reflexión sobre el arte no consiste en la búsqueda de un significado definitivo o compatible con la intención del artista, si no en apuntar los vértigos existenciales y psicológicos que afirman al autor en su propia obra y, sobre todo, al conjunto de realidades que se definen como alegorías del mundo que le rodea.
La elección de Daniel Lezama por la pintura fue definitiva en los noventa, cuando los curadores persuadieron a una generación de artistas a producir instalaciones, videoarte y performance para sobrevivir al mundo del arte, tanto así, que a lo largo de los años se aferró cada vez más a su oficio, reafirmando una postura que enfrentaba al oportunismo de su tiempo.
Daniel Lezama mira en México y mira desde México su apuesta en la pintura; la contemplación de lo que culturalmente es su propio ser como clave de un importante despliegue estético. El contraste entre el carácter onírico e irreal que impone la perspectiva surrealista y la necesidad de lo verídico ante la narrativa de la pintura objetual; un academicismo del que se sirve para encarnar una visión neobarroca que fusiona la belleza metafísica del pasado indígena con el caos de la modernidad.
Composiciones complejas que se despliegan en pinturas de gran formato donde el pintor se introduce como un personaje embarcado en la persecución de un equilibrio narrativo simbólico, amanezado ante la evidencia de una angustia permanente y vital que se articula en la reaparición de rasgos antepasados en un organismo colectivo que se define así mismo, independientemente del tiempo.
Daniel Lezama, El llano en llamas, Óleo sobre tela.
La obra Tonanzin-Guadalupe (2003) representa El origen del mundo mucho antes de Courbet, según las palabras de Daniel Lezama en su libro homónimo publicado por Hilario Galguera en 2008. Esta pintura muestra la figura de la Virgen de Guadalupe en los labios de una vagina abierta en un cuerpo honrado, despojado de certezas, preñado de enigmas, sin rostro, situado frente al espectador, alejado de cualquier duda, como un símbolo sagrado de sinceridad absoluta. En este planteamiento, la teoría del espacio/tiempo puede parecer contradictoria para Daniel Lezama, pues se sitúa en una constante búsqueda de sacrificio y, al mismo tiempo, de ofrenda. Una obra que exige del espectador un fortalecimiento de la memoria, una mirada abierta frente la inquietud, una muestra de que nos encontramos ante una pieza en estricta relación con su contemporaneidad y que paralelamente establece las valoraciones opuestas ante el devenir de la pintura.
La bandera mexicana con la imagen de la Virgen de Guadalupe al centro se repite en varias de sus obras, como en La fogata (2006), donde el cuerpo de un niño se eleva sobre el fuego en una noche de brujas de luna llena. Es evidente que Daniel Lezama recoge la visión popular de los aquelarres de Goya para reinterpretar su propia mirada sobre el bacanal de la cultura mexicana, como es el caso en su obra: El llano en llamas (2005), a propósito del libro de cuentos de Juan Rulfo sobre la memoria y los estragos de la Revolución mexicana. Mestizos, cantantes, asesinos, borrachos que se dedican a tareas domésticas siempre al centro de una fogata, como en La fiesta de los cerros (2004), que por su composición nos remite a Los fusilamientos del 3 de Mayo (1814), del mismo pintor aragonés, donde se plasma la lucha del pueblo español contra la dominación francesa. Quizás en la reinterpretación de Daniel, la intención es hacer referencia a una fiesta en la que participa todo el pueblo sin distinción de clase social, creando una alegoría de lo que representan las elecciones políticas. Los personajes están unidos en composiciones barrocas que remiten de manera simultánea al arte renacentista y al realismo socialista, sin embargo las situaciones permanecen aisladas unas de otras, parecen tener lugar en un mundo paralelo obstinadamente evasivo. Si bien hay conflicto en cada escena, no hay terror ni aflicción, todos los personajes parecen estar en calma sin importar en qué situación violenta estén involucrados. Como escribió Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo: Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Así como en la literatura, en la pintura las cosas más terribles pueden ser contadas con un lenguaje que no necesariamente cae en el melodrama. Las víctimas y los agresores son partícipes de la misma escena y dependen unos de otros. No hay pintura sin tensión, como no hay progreso sin conflicto, de ahí que la obra de Daniel Lezama cite visualmente imágenes de diversos artistas del siglo XX, que al igual que Paula Rego, Balthus, Freud y Fischl trataron las descomposiciones sociales en sus respectivos momentos históricos. La Madre Pródiga (2008), una composición de 240 x 640 cm. es la firme representación simbólica de un hecho verdadero, una alegoría de la Libertad, tal como lo pintó Eugene Delacroix en su cuadro La libertad guiando al pueblo, (1830). La pintura de La Madre Pródiga de Daniel Lezama describe igualmente una escena piramidal bajo un cielo al estilo de Tiepolo; una barricada humana desde la cual se despliegan una serie de situaciones que le impiden a la madre-tierra que viste la bandera de México bajo su falda liberarse de sus ataduras y atravesar por encima de los caídos.
Daniel Lezama, La madre pródiga, óleo sobre tela.
La paleta de Daniel Lezama cambió radicalmente en 2012 durante el proceso de su serie Árboles de Tamoanchán. Ya en pinturas como Cargadores (2012) sobresale en la composición un canal iluminado que dota de poderes sobrenaturales a un niño para liberar la luz que se conduce hasta el vientre de una madre. Bordes blancos de iluminación o calma sobrenatural donde se irrumpe un color discordante. Más adelante historias subexpuestas o desvanecidas y lienzos de colores dramáticos, casi fluorescentes. De esta manera, Daniel Lezama emplea su habilidad para derribar las nociones ordinarias de proporción espacial en la pintura. Esto le permite presentar escenarios dispares, acumulativos y simultáneos, algo que solo se puede lograr pictóricamente. En esta etapa la paleta de colores como las expresiones faciales serenas e imperturbables de algunos de los personajes de Daniel Lezama recuerdan al pintor alemán Neo Rauch y al arte religioso occidental, especialmente a Giotto, el maestro italiano prerrenacentista activo al borde de un movimiento artístico humanista que situaba al hombre en el centro del universo y lo hacía dueño de su propio destino. Desde todos estos ámbitos, Daniel Lezama adopta visiones y perspectivas que no le abandonan, y va precisando su vocabulario pictórico, derivado en parte por la literatura y la poesía. Entre el movimiento y la quietud, la pintura como eternidad de lo instantáneo que transfigura las perspectivas temporales y espaciales en composiciones complejas, tomando el cuerpo de la mujer como punto de partida; tesis pura de evolución en el lienzo, paisaje, horizonte infinito de posibilidades y anunciaciones; desdoblamiento poético que observa el ritmo y la autoridad que la fuerza femenina exige en la ausencia de lo lineal y lo lógico. Su protagonista: mujer volcán, mujer tronco, mujer árbol, mujer hongo, mujer luz, mujer fuego, mujer madre, mujer niña y en palabras de Daniel Lezama: La Madre Pródiga que nos ha parido a todos, sus pechos pesados y su amplio vientre lo afirman.
Daniel Lezama, Familia (serie Árboles de Tamoanchán), óleo sobre tela.
Daniel Lezama, Los cargadores, óleo sobre tela.