Armando Romero
Lo más evidente, lo más adhoc con el pensamiento colectivo, y su afán de normatividad, es pensar que todos aquellos que, como Armando Romero, alteran las grandes obras del Renacimiento y del Barroco, agregándoles stickers y referencias a la cultura popular de toda índole, propias del universo visual contemporáneo, están profanándolas intencionalmente, porque, de manera declarada, desprecian la cultura elitista de las que provienen.
Armando Romero: Imaginarios híbridos
por Esteban García Brosseau (Mayo, 2022)
Lo más evidente, lo más ad hoc con el pensamiento colectivo, y su afán de normatividad, es pensar que todos aquellos que, como Armando Romero, alteran las grandes obras del Renacimiento y del Barroco, agregándoles stickers y referencias a la cultura popular de toda índole, propias del universo visual contemporáneo, están profanándolas intencionalmente, porque, de manera declarada, desprecian la cultura elitista de las que provienen. El papel de estos pintores sería, pues, el de atacar el statu quo al utilizar el arte para fines “revolucionarios”, reivindicando la “estética” popular frente al deleznable deseo de “distinción”, -para recordar a Bourdieu-, con el cual las clases “no-populares” (a defecto de otra expresión) intentan establecer una frontera entre ellos y las “grandes mayorías”, a las que, según esta visión, desprecian.
El embestir contra los símbolos de la alta cultura tales como la pintura de Rembrandt, el Veronés, Brueghel o Velázquez grafiteándolas o “maculándolas” con figuras del universo popular sería una suerte de revancha con la que el pintor echaría en cara a aquellos que miran al pueblo desde “arriba” un desprecio, bien merecido, “desde abajo”. Así, el reivindicar, por ejemplo, en México, las figuras de la lucha libre (uno piensa en Barthes y su interés por el catch) que apelan, sin lugar a duda, a grandes sectores de la población, sería una reacción y una respuesta contra aquellos que creen poder distinguirse de los demás, (aquellos que “se creen mucho”, diríamos en México) porque prefieren asistir a la ópera en Bellas Artes en vez de lanzarse a ver las luchas en la Arena México. El pintor se convertiría así en una suerte de discípulo e interprete visual de la sociología de Bourdieu, y, en particular, de su famoso libro La distinción.
Todos estos son elementos que se podrían reconocer eventualmente en la pintura de Armando Romero, puesto que, en efecto, éste contrapone muy literalmente a la grandes obras de los pintores europeos que ya hemos nombrado, personajes provenientes de universo popular del comic, como los de los famosos dibujantes Hannah y Barbera, que invadieron el universo mental de los niños mexicanos a partir, más o menos, de los años sesenta hasta aproximadamente el final de los setenta y mediados de los ochenta. Así, por más elitista que haya sido la educación de aquellos que contemplan la obra de Romero, sin duda reconocerán, al menos, algunos de estos personajes: Don gato, el emblemático robot Robinson YM-3-B-9 de la serie “Perdidos en el espacio”, la familia de lo supersónicos o la pantera rosa, la más snob e inteligente, por cierto, de entre todas estas figuras, por lo que, precisamente por ello, no se le negaba entrada a alguna de las casas más impermeables a la “cultura de masas”.
Por supuesto, si bien las cosas han cambiado mucho en las últimas décadas, es muy probable que, a la inversa, aquellos que no hayan recibido una educación artística de alguna índole, no sientan mayor familiaridad con muchas de las obras maestras que Romero imita, mientras que se verán inmediatamente solicitados por la multitud de personajes que copia con tal pericia que parecieran verdaderos stickers, al punto, nos cuenta el artista, que algunos niños han intentado desprenderlos de las telas. No obstante, sucede igualmente que algunos de sus coleccionistas, atraídos, primero, por las caricaturas, terminen interesados por conocer la vida de aquellos maestros que Romero imita, lo cual es, sin duda, significativo.
Sucede que, para Armando Romero, ambos universos resultan conocidos, porque, aunque provenga de una familia de artistas, estos no le prohibían ver la televisión, y no hacían distinciones entre las “élites cultivadas” y las clases populares, frente a las cuales, en realidad, expresaban una decidida solidaridad. Así pues, se sucedieron en su mente, en free-streaming y sin limitación alguna, las imágenes de la historia del arte que veía en los libros de sus padres al igual que aquellas imágenes que veía en la programación infantil de Televisa. Hasta cierto punto, se podría decir que, mucho más que un deseo de profanación, la pintura de Romero parece simplemente contraponer dos universos visuales que fueron los suyos en la infancia, con el deseo de unificarlos.
Por supuesto, la cosa va mucho más allá que esta constatación, la cual, por lo demás, no es tan anodina como podría parecer, puesto que nos hace reflexionar sobre la importancia que lo visual puede tomar en la construcción de nuestra identidad, tanto individual, como colectiva. Así, por ejemplo, esta presencia tan insistente de caricaturas contrapuestas a las obras de los grandes maestros pone en evidencia la existencia de un campo visual incrustado para siempre en nuestras mentes, del que nos será imposible deshacernos algún día, aun en al momento de la muerte.
Si lo último es interesante desde el punto de vista meramente psicológico, es también significativo desde un punto de vista político. En efecto, no es de desdeñar que muchas de las caricaturas que Romero contrapone a las obras maestras de la historia del arte provenga de los estudios de animación norteamericanos, Hannah-Barbera, Walt Disney y demás. Se podría argumentar, en efecto, que la invasión del espacio visual de la humanidad por todas estas figuras responde al deseo propagandísticos de los Estados Unidos, de crear, después de la segunda guerra mundial, una suerte de hegemonía visual capaz de sustituirse al elitismo de la cultura europea y dirigirse, ante todo, a la “gente común”, aquella que vivía en los suburbios de las ciudades norteamericanas, como bien lo prueban, por ejemplo series animadas como los Picapiedras o los Supersónicos.
El que, en este momento, una buena parte de la humanidad pueda reconocer e inclusive identificarse con estas caricaturas es, sin duda, una prueba de que existe una “colonización de lo imaginario” norteamericana análoga a aquella europea que describió Gruzinski, para el siglo XVI en México. De esta manera, Romero nos hace reflexionar sobre la contraposición de la cultura norteamericana a la europea después de la segunda guerra mundial, de manera visual, lo cual no es poca cosa, aun si ese no fuera un propósito consciente por parte del artista. Quizás en ello, se pueda conceder que, a pesar de ser un pintor en el más estricto sentido del término, Romero se pueda considerar igualmente como un “artista conceptual”, como algunos han querido afirmarlo: se trataría, pues, de un artista conceptual malgré lui.
Llegados a este punto nos podemos preguntar si aquello que Romero contrapone a la alta pintura del Barroco y del Renacimiento es en realidad algo genuinamente “popular”, puesto que se trata más bien de los productos de la “mass culture” norteamericana, como hemos visto. Esto, seguramente, pone en entredicho la hipótesis según la cual estaríamos aquí en frente de una suerte de “resistencia” “desde abajo” frente a los valores de la alta cultura, al menos que aceptemos que, para un mexicano, adoptar sin reservas la “cultura de masas” norteamericana sea un acto más “digno” que admirar abiertamente la gran pintura europea.
Además, cuando se conoce, por ejemplo, la pericia artística que demanda reproducir las obras que Romero escoge como tema principal de su trabajo, uno duda que su intención sea simplemente burlarse de ellas o denigrarlas de alguna manera, aun cuando le da por pintar narices de payaso sobre las dignas figuras del retrato de grupo holandés, por ejemplo. Sólo se imita a quien se ama, y sólo se ama a quien se admira…¿Cuál es, pues la intención, de Armando Romero al ponernos de esta manera frente a dos campos visuales tan distintos y al permitirse retirarles su dignidad a los personajes más emblemáticos de la historia del arte?.
Tengo para mí, que lejos de querer alejarnos de la gran pintura, su intención es en realidad por completo opuesta. Con sus procedimientos “vandálicos”, Romero, habrá que concederlo, desmitifica tales obras maestras, pero no para destruirlas sino, al contrario, para acercarlas al universo visual, y mental, que, querámoslo o no, es el nuestro en esta época. De esta manera permite que las grandes mayorías a las que pertenecemos, nos reapropiemos de un mundo, el de la alta pintura europea, que, sin este tipo de artimañas visuales y mentales, quizás hubiera quedado hundido para siempre en el olvido, en particular en México.
Para dar un ejemplo de ello terminaré con uno de los temas predilectos de Romero: el retrato holandés de grupo, el cual, de por sí, es un género poco accesible en cuanto a su significado. Lo fue durante mucho tiempo a los propios historiadores del arte europeo, como bien lo señala Riegl, en su famoso libro, El retrato holandés de grupo. 1 Así pocos son los que frente a obra como éstas, serían capaces de constatar con Riegl que la “mirada serena, estática, y sin embargo profundamente intensa de las figuras hacen que el observador, se olvide de cualquier cosa contraria al ambiente dominante”, 2 o bien que a la vez que conforman un entidad en la que cada individuo se somete a la colectividad del gremio al que pertenecen, no pierden nunca sus características individuales.
Ahora bien, cuando Romero sobrepone figuras de caricaturas, grafitis o narices de payasos a todos estos personajes, nos los acerca y nos los hace más familiares al quitarles por momento su solemnidad. Cuando los humaniza de esta manera, no lo hace como un adversario, sino como un aliado que les tuviera una enorme ternura, y que, lejos de querer excluirlos, quisiera al contrario integrarlos de nuevo a nuestro mundo. Lo paradójico, y lo sorprendente de este procedimiento, es que, precisamente porque nos los acerca así, somos de nuevo capaces de entender el dominio del arte que necesitaron, por ejemplo, un Rembrandt o un Franz Hals para inmortalizar a sus modelos en esas actitudes, tan características del retrato de grupo, en las que orgullo y humildad conviven simultáneamente de forma paradójica. Así Armando Romero, con su vandalismo travieso como caricatura, pero a la vez tan lleno de afecto por los modelos de los grandes maestros del arte, y más aun, por los maestros mismos, nos vuelve a abrir el camino hacia el entendimiento de la alta pintura, en toda su solemnidad, aun si para ello nos tiene que distraer y hacer reír un poco, e inclusive un “poco mucho”…Uno no escapa a su época.
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1 Alois Riegl, The group portraiture of Holland (Los Angeles: Getty Research Institute, 1999).
2 Ibid, 64.